martes, 30 de noviembre de 2010

Tres notas de un padre de familia


Del libro ME HUBIESE ENCANTADO PARIR A MI HIJA

Al nacer.
Maya hace un silencio de luz cuando se alimenta, prendida a un pezón pone todo el proyecto de su vida al resultado que saca de la succión.
Su alegría es similar a los magnates del petróleo cuando hallan una veta de oro negro en tierra firme. Es la primera noche los tres juntos. Soy feliz en la Sagrada Familia que soñé una vez con alas muy grandes en aquella isla.
Con un año y unos meses.
Por el lector de sonidos para bebés siento la respiración de mi niña y su madre en un otoño suave. Estamos a más de diez  metros, dos  puertas y yo escucho muy bajo a Elis Regina, con ella sigo la trayectoria del sueño de ambas. No sé nada del futuro pero me basta con ser el custodio de la síncopa  aire madre-hija.  Soy conciente que no he estado despierto todas las noches que mi hija ha llorado de madrugada. Ella aun no puede contarme sus sueños, pero sabiendo parte de lo que pueden llegar a ser, no me gusta que se enfrente con poco más de un año a fantasmas que yo he aprendido a detener, a veces doblando la luz hacia donde va dirigido el sueño e iluminando su sombra… Estaría con un sable toda la noche al borde de su cuna vigilando el tipo de viento que acaricia su cara.
Con dos años.
De los brazos al pecho, del pecho al suelo. Luego salta y hace en menos de diez segundos la trayectoria completa del salón. Vista en un video casero del móvil, Maya me recuerda la arrogancia ágil y veloz de Usain Bolt en sus carreras de cien metros de sonrisa plácida. Para ella andar suelta es el tamaño de la libertad que desea con dos años y tres meses. A mí la libertad me costó treinta y cinco años, una buena luz que me puso carta de invitación en el momento exacto, y saltar sobre el Atlántico hasta aterrizar en París, el 29  de noviembre de 1999.
Todo esto para decir, que Maya dejó la cuna, duerme en su cama y viéndola crecer 
se me escapa de las manos.

A Sarah Caron