domingo, 23 de marzo de 2014

Cuba no es Egipto pero... ¿engendra desiertos?





La necesidad, en La Habana Vieja, donde comenzó mi vida en pareja cuando vivía en Cuba, hizo que me las tuviese que apañar para cargar el agua día sí, día no, tanto para el aseo como para beber. Esa fue mi primera toma de conciencia de las responsabilidades del hogar y de la cantidad de agua que se consume. Nunca el agua había sido el eje de mi vida, estar pendiente de las pipas cisternas de agua de la zona, era una locura, una locura cotidiana en una isla tropical. Recorrer más de un kilómetro con unos tanques para buscar agua era una disciplina deportiva insólita y voluntariosa que debió haberme encendido como chispa para acabar de una vez con el Gobierno, en cambio, toda la energía la gastaba para mal sobrevivir.
Fue en París, la primera vez que me duché con el agua saliendo, infinitamente y sin temor, a cualquier hora del día. Allí me quité el sudor que traía de La Habana sin saber hacia dónde iría él, y luego yo. Esa primera ducha fue difícil. Yo llevaba más de siete años “cubeándome” en La Habana Vieja con un cubo de agua de 12 litros, con el que entraba a la bañera y lo tenía que administrar convenientemente para que me alcanzara para enjuagar todo el cuerpo, ayudado por una jarra, ésto unido a la estrechez de la bañera... 24 horas antes de llegar a la bañera parisina, me había duchado con la racionalidad de ese cubo, por última vez, que comparado con los 70 litros de media que se gastan aquí, para el mismo acto, es una diferencia marcada de 58 litros, o sea, era como que me cayeran de pronto las cataratas del Niágra encima.
Cuando vi la cantidad de agua fría y caliente, casi me da un infarto. No tenía práctica en controlar tanta agua inesperada, y, en mi torpeza, activaba el agua fría, después de estar caliente; mi desespero llegaba al máximo. Me convertía en el Chaplin de mí mismo dentro de