La primera vez que comí ostras, fue en Burdeos, cuando llegué a Europa, 1999. Tras traerlas una camarera, Sarah, mi amiga cogió limón y le esparció un poco por encima. Cuando miré fijamente las ostras, advertí que éstas se encogían, y me pareció un crimen llevarme a la boca algo tan vivo, recordé el cuento Los asesinos de Hemingway. Y descubrí que la piel suave de las ostras sirve para que sepas que el mar también puede llevarse apaciblemente al paladar en forma de carne.
Luego comí ostras magníficas con Manolo Guirado, Yara y Gloria, en Bruselas, y en Collioure,