martes, 24 de julio de 2018

Crónica de Pablo Casado (Presidente del PP) cuando visitó Cuba para reunirse con Oswaldo Payá y otros disidentes cubanos.

Esta crónica de su viaje a Cuba  la escribió Pablo Casado para el periódico ElMundo cuando era presidente de las nuevas generaciones del PP. El 24 de diciembre del 2006. Es evidente que Casado no tuvo influencias de su abuelo antifranquista que murió cuando el tenía 7 años. En cambió, por este texto se percibe una gran influencia cubana de su abuela que aún está viva. 

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MI ODISEA PARA VER A DISIDENTES. REGISTROS, VUELOS EN VIEJOS AVIONES, MIRADAS AMENAZANTES Y SEGUIMIENTOS POLICIALES. LAS TRIBULACIONES DE UN JOVEN DEL PP PARA REUNIRSE EN CUBA CON LOS OPOSITORES.
¿Qué viene usted a hacer a Cuba?» Esa fue la primera frase que me dirigieron tras aterrizar en el viejo aeródromo de La Habana. Una buena pregunta sin duda. Sobre todo teniendo en cuenta que me la formulaba un militar del servicio fronterizo, dentro de una claustrofóbica cabina de control de entrada a la isla. No me quedó más remedio que mentir, porque yo no venía a Cuba a hacer turismo, que es lo que contesté. En verdad venía decidido a reunirme con los principales líderes de la disidencia al régimen castrista.
Después del interrogatorio, registro y fotografías de rigor, pude salir a la zona de recogida de equipajes donde una decena de militares con otros tantos perros sabuesos saltaban por maletas y olisqueaban turistas, yo creo que más por hambre que por diligencia policial.
Después de una larga espera apareció mi bolsa de viaje, aparentemente revisada, aunque con poca pericia, ya que los libros y medicamentos escondidos en el doble fondo seguían intactos. Fue un acierto hacer escala el día anterior en Cancún, a pesar de haber tenido que viajar en un Yakolev-42 de la empresa estatal cubana. Sin duda mereció la pena soportar los crujidos del fuselaje de la antigualla soviética con tal de evitar la exhaustiva revisión de los equipajes procedentes de los países del imperialista eje del mal.
Hacía tiempo que quería venir a Cuba por razones familiares, ya que mi abuela nació y vivió su infancia en La Habana y mi bisabuelo está enterrado en la gran necrópolis de Colón, en pleno centro del barrio Vedado. Sin embargo fue mi animadversión al comunismo en general, y a Fidel Castro en particular, lo que me empujó a hacer este viaje de apoyo a la disidencia, que está viviendo con miedo e incertidumbre los últimos días del tirano.
Mi misión consistía en acceder a las casas más vigiladas de Cuba, sin ser detenido ni encarcelado. Para ello, me hice, no con pocas dificultades, con un carro de alquiler, guardé la tarjeta fotográfica en una costura del vaquero, las direcciones de los disidentes en un paquete de kleenex, y empecé mi ruta por la casa de Miriam Leiva y Chepe. Tenía que llevarle a él material para sus artículos periodísticos, y a ella medicinas y jeringuillas para las Damas de Blanco, el heroico grupo de esposas de los presos políticos. La pareja vive en un bloque de apartamentos conectados por un angosto pasillo, por el que me siguió un niño en bici intentando agradar: «¡Español, Real Madrid, Ronaldo!». Pero en cuanto me vio tocar el timbre de la puerta maldita frenó en seco, mirándome como al mismísimo diablo, y echó a correr llamando a su madre a gritos.
Las persianas y las puertas del bloque empezaron a abrirse, dando paso a miradas condenatorias y delatoras. Todas menos las de la casa del matrimonio que debía estar ausente, así que me marché a toda prisa habiendo comprobado de primera mano cómo un régimen totalitario puede moldear la conciencia de vecinos y hasta de niños, convirtiéndolos en peones de su granhermano orwelliano.
La siguiente visita fue al Presidente de la Comisión Cubana de Derechos Humanos para solicitarle un balance de la situación actual en el país. Elizardo Sánchez me invitó a pasar a una habitación recóndita de su casa en la que había una pequeña biblioteca con los libros que sobrevivieron al último registro y un altillo con un camastro «para apuros».
En la pequeña alcoba estaba Marcelo, un preso liberado recientemente y aún escuálido por los rigores de la condena: «Nos meten en celdas dobles de tres metros por dos, con humedad, insectos y sin poder ver el sol ni probar bocado digno».
Mientras, Elizardo me enseñaba mapas elaborados con la información de presos a lo largo y ancho de la isla. Con puntos rojos señalaban las cárceles del régimen, que habían aumentado un 900% desde 1958 hasta 2004 con más de 120 nuevos presidios. «La represión ha aumentado muchísimo desde que Fidel está enfermo. Pero para España ya no existimos. Sólo sale publicado algo cuando Raúl excarcela a algún preso, nunca cuando detienen a compañeros como siguen haciendo casi a diario. Ayer mismo se llevaron a un chaval de tu edad por escribir un artículo desafecto».
Al regresar al coche me encontré la puerta del copiloto abierta. Miré a mi alrededor con nerviosismo y a dos manzanas de allí pude ver un Lada 1500 con dos hombres dentro mirándome. Así que me puse en marcha más pendiente del retrovisor que de la carretera, lo que estuvo a punto de costarme un pinchazo, debido el estado deplorable de las calles, o el atropello de un par de perros. El viejo coche soviético siguió detrás de forma ostensible, como queriendo darme un aviso.
Finalmente llegué a la calle de la embajada de la República Checa y aparqué en frente. Esa era mi siguiente escala, pues la casa de Vladimiro Roca se encuentra a dos «cuadras» de allí. El motivo de mi visita era llevarle al actual Presidente del Partido Socialdemócrata de Cuba revistas y libros prohibidos en la isla. Es curioso constatar el poder de los libros en una sociedad sin libertad: lo mucho que los desean los oprimidos, y lo mucho que los persiguen los opresores.
Ya sólo me quedaba la etapa más difícil, y a la vez más deseada de mi viaje: la cita con Oswaldo Payá, el líder del Movimiento Cristiano de Liberación y principal cruz de Castro. Habíamos quedado en un lugar alejado de su casa para evitar la vigilancia de las patrullas apostadas en sus inmediaciones. Poco después de llegar al punto de encuentro una vieja furgoneta Volkswagen aparcó detrás del coche. Al ver que era Oswaldo me acerqué hasta él y me dijo que me tumbara en la parte de atrás. Al entrar en su plaza empezaron las miradas desafiantes, los índices acusadores, y me adentré en un escenario kafkiano: pintadas difamantes en los muros, grandes rótulos amenazantes en su fachada, caricaturas frente a sus ventanas.
Oswaldo, su mujer y sus tres hijos viven confinados en una jaula que han convertido meritoriamente en su hogar, con su belén, la pizarra para dar clase a los niños y un pequeño patio, eso sí, enrejado de arriba abajo como todas las puertas y ventanas. Las paredes están salpicadas de pequeños agujeros donde han ido encontrando micrófonos conectados desde la casa de sus vecinos, reclutados por el espionaje cubano.
«Aquí es donde sobrevivimos felizmente al paraíso comunista», me dijo con ironía. Después de un buen rato charlando de generalidades al sabernos escuchados se me ocurrió volver al coche y sacar a Oswaldo fuera de la ciudad para poder hablar tranquilamente. Había empezado a llover con fuerza, lo que ayudaba en la escapada. Salimos rápidamente hacia el Malecón en dirección a las playas del este. Treinta kilómetros después nos detuvimos en la playa de Santa María.
RAÚL, PUÑO DE HIERRO
Sentí una extraña sensación de liberación que me contagiaba Oswaldo, al fin sonriente y locuaz. Nunca he conocido a un hombre tan apasionado por su patria y tan maltratado por ella. Un gigante moral que te iba enganchando mientras relataba con sencillez y humildad las calamidades que ha sufrido a lo largo de su vida por el simple hecho de defender la democracia y el Estado de Derecho en Cuba. Le pregunté por qué no se iba de la Isla. «Sé que me seguirán vilipendiando y que me pueden matar, pero no voy a dejar de luchar por lo que creo. No me iré de aquí hasta que mis hijos puedan disfrutar de la libertad que a mí me arrebataron», me dijo cerrando con fuerza el puño derecho. «Estamos viviendo una situación muy difícil. Castro se muere, pero ha dejado todo bien atado. Su hermano. Raúl siempre ha manejado las inversiones extranjeras desde el ejército, y controla los servicios de seguridad con puño de hierro. El pasado verano, poco después de caer enfermo Fidel, me montaron un acto de repudio enfrente de mi casa con cientos de personas insultándome y arrojándonos piedras. Si la muerte de Castro no se gestiona bien, puede haber un baño de sangre, y los disidentes seremos los primeros en caer. Por eso necesitamos apoyo internacional. La amnistía debe ser el primer paso hacia el cambio político. No se puede hablar de transición mientras siguen decenas de inocentes pudriéndose en la cárcel».
El camino de vuelta fue deprimente. El día tenía una luz crepuscular. La Habana parecía devastada por una explosión nuclear: casas semiderruidas, coches que agonizan entre humaredas negras, mercados sin género que vender, gente deambulando como buscando la salida del laberinto en el que les ha tocado vivir. Ni rastro del mítico ideal revolucionario que pregona la propaganda del régimen.
Al llegar a la plaza de Oswaldo paramos el coche. No sé si por la impotencia de no poder paliar la pobreza que me había trasmitido, o para eludir la inminente despedida, empecé compulsivamente a ofrecerle todo lo que allí tenía, cazadora, paraguas, reloj, chicles, dinero... Con una mirada agradecida, me preguntó si recordaba la escena final de La Lista de Schindler, en la que el protagonista empieza a llorar por no haber cambiado su anillo y su coche por más presos judíos.
Salió del coche, y se alejó mirando hacia atrás sonriendo, mientras a su paso iban surgiendo las miradas ariscas de la gente al reconocerle.
En ese momento me di cuenta de la importancia de vivir en libertad. Y fui perdiendo de vista entre la lluvia del parabrisas y de los ojos al Walesa cubano.
Pablo Casado es presidente de Nuevas Generaciones del PP en Madrid

Los disidentes en libertad, como Oswaldo Payá (dcha.) con Pablo Casado, son estrecham,ente vigilados.

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