La primera vez que escuché esta frase, estaba en este barrio de Ciudad Lineal, en Madrid, desde donde escribo. Me la dijo una señora de más de ochenta años que nunca había salido de esta ciudad cuando acababa de decirle que vivía en Barcelona. No capté en ese instante que eso formaba parte de las controversias de cada país: Arequipa-Lima, Santiago de Cuba-La Habana, Roma-Milán y por supuesto, Barcelona-Madrid.
Vinimos a Madrid a despedir a alguien que para los católicos se dirige al cielo, y quien tiene un significante diferente, como ocurre siempre, para cada miembro de la familia esa persona. Su nieta, tiene una visión sensible y la quería seguir teniendo cerca a pesar de tener más de noventa años, para los hijos, obviamente, otra, convencidos en el dolor de que con los padres se va quien mejor te conoce; pero para quien la cuidaba en los últimos tiempos como interna en su casa, una chica de Honduras, sin papeles, muy devota y católica practicante hasta la médula, drena su doble dolor por la cercanía con María, y dolor por no saber qué pasará con su futuro en España.
Cuando abandonas el país piensas que una de las cosas que se distancian es precisamente la cercanía con la muerte. No obstante, con el tiempo, los amigos se convierten en esa familia que dejaste atrás, y desde todas partes, queramos o no, existe un carril hacia el valle de Proserpina como lo llamaban los griegos.
Dos días en Madrid, con fuerte niebla (boira en calátan) que solo tuvo un rayo de sol en el momento de la despedida en la capilla del cementerio de la Almudena. Un rayo del que algún poeta ya escribió, es la señal evidente de que se abrió el cielo para que Maruja pasara.