Allí recibe el homenaje emocionado de los entusiastas por su poesía. A las 11:00 de la mañana del sábado 30 de julio de 1892, Darío asiste a un banquete de despedida, en el ya desaparecido hotel vedadense Trotcha. Allí se reúnen cubanos insignes, como Aniceto Valdivia, quien se firma Conde Kostia, y cuya cultura deja perplejo al bardo; Enrique Hernández Miyares, que lograría fama con su poema a Dulcinea; y Julián del Casal, su alma gemela en tristezas y alta poesía.
Por cierto, hay una interesante anécdota de esta visita a La Habana. Paseando por la ciudad, Casal y Darío se quedan sin un centavo. Todo se soluciona cuando el nicaragüense vende a cierto periódico un poema, que allí mismo escribe, dedicado a una negra cubana. Así dicen aquellos versos:
“¿Conocéis a la negra Dominga?
Es retoño de cafre y mandinga,
es flor de ébano henchida de sol.
Ama el rojo, y el ocre y el verde,
y en su boca que besa y que muerde
tiene el ansia del beso español.
Vencedora, magnífica y fiera,
con halagos de gata y pantera
tiende al blanco su abrazo febril,
y en su boca, do el beso está loco,
muestra dientes de carne de coco
con reflejos de lácteo marfil”.
El 5 de diciembre de 1892 ocurre la segunda presencia de Darío en La Habana, cuando llega de España a bordo del vapor Alfonso XIII. Su estancia será fugaz, pero ello no le impide dejar un poema que publicará la revista El Fígaro. El autor lo ha improvisado para el álbum de autógrafos de una habanera, Cristiana Díaz Granados:
“Cristiana: Las pálidas mujeres antiguas
que oían del Cristo la mística voz,
morían sonriendo, regaban su sangre,
cual rosas llevadas de un viento de horror.
¡Cristiana!, contigo yo fuera a la arena,
vería sin miedo venir al león,
pues fueras el ángel que diera a mis ansias
la gloria del alba de un cielo de amor”.
Darío sabe dónde se halla el arte y, acompañado de Casal, en aquella segunda visita recorre el majestuoso Cementerio Colón.
Viernes 2 de septiembre, 1910. Mediodía. Arriba nuevamente Darío al puerto habanero. Solo permanecerá aquí unas horas pero, con Sánchez de Fuentes al timón, pasea por El Vedado y por los muelles capitalinos
Tras su frustrada misión, Darío regresa a La Habana. Será su más prolongada estancia entre nosotros.
Se cumple el decimoséptimo aniversario de la muerte de Casal, y el poeta de Azul es invitado a pronunciar unas palabras ante la tumba del bardo a cuya casa, según las palabras del nicaragüense, “había llegado la Misteriosa, en su carro negro”.
Emocionado, dice: “He aquí que vienen, amado y grande Julián, a hacerte la visita acostumbrada tus amigos de antaño, y otros nuevos, que se complacen con las flores del jardín precioso que cultivara tu sutil espíritu, las cuales se diría que adquieren renovadas fragancias…”.
En esa cuarta visita de Darío a Cuba, se halla el poeta moralmente destruido. Sus amigos cubanos lo alojan en el Hotel Sevilla, cerca del Prado, y la alarma cunde cuando lo ven tomarse, sin interrupción, tres litros de whiskey.
Las cosas toman un matiz siniestro cuando el bardo intenta lanzarse al vacío por la ventana de su habitación en el hotel. Ramón Catalá, director de la revista habanera El Fígaro, trae al doctor Gonzalo de Aróstegui. “Él es médico de niños”, le explica el periodista a Darío. Y agrega: “Pero ya yo le he dicho que usted es un niño grande”.
Sus amigos habaneros pagan las exorbitantes cuentas que ha acumulado en el Sevilla, y lo trasladan hacia una pensión francesa de la calle 17, en El Vedado, rodeada de árboles y jardines paradisíacos, donde el convaleciente se siente de maravilla.
Un día desaparece, y lo buscan por todos los rincones habaneros. Finalmente se presenta, declarando que lo han nombrado, en una fiesta, “negro honorario”. ¿Asistiría el poeta a un bembé o a un plante de ñáñigos? No lo sabemos. Y el 8 de noviembre de 1910 parte hacia Europa en un barco alemán.
Verdaderamente, muy cercano a Cuba fue el bardo, según el cual cada frase de su amigo José Martí si no es de hierro huele a rosas.
Es Darío el poeta que en la esquina de San Rafael y Obispo encontró hermosura y voluptuosidad, mientras se entusiasmaba con el Malecón y el barrio chino habanero.
En efecto: había hallado aquí “la isla de las islas”.
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA: Ángel Augier: Cuba y Rubén Darío.La Habana, Instituto de Literatura y Lingüística, 1968.
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