Hace unos diez años trabajé -media jornada y fines de semana- casi dos años a menos de cien metros de la Plaça del Pi, (Plaza del Pino, en castellano) acabado de llegar a Barcelona. Vendía camisetas en la tienda de Alicia Tudela, quien las diseñaba con las pinturas rupestres de los Layetanos, primeros habitantes íberos de esta zona mediterránea, o sea, los primeros catalanes. Hoy si mantuviera la tienda se forraría vendiendo camisetas que los partidos políticos independentistas que reivindican la identidad catalana, seguro la llevarán puesta en cada una de sus manifestaciones contra el gobierno de España.
Al salir a las dos de la tarde, muchas veces, no me iba a comer a casa y me quedaba pululando por esta zona del gótico que tiene un encanto muy especial, o entrañable como puse de título a este post.
La calle Petrixol, estrecha, breve y vaginal era un obligado camino hacia Porta Ferrisa, otra calle esencial del gótico que te conduce o a las Ramblas o hacia el Portal del Ángel. Otras veces me perdía en las galerías Maldá, a las cuales no entraba hace un tiempo y me he sorprendido hoy, la cantidad increíble de tiendas que han desaparecido con la crisis.
El encanto de la plaza está más cotizado los sábados, donde ponen una Feria Artesanal con puestos de quesos, yogures, patés y embutidos, miel, repostería, caramelos, hierbas, tés, especias, dulce de membrillo, mermeladas, olivas, conservas de tomate, galletas, dulce, chocolate, vinos y vinagres. Todo elaborado artesanalmente con un regalo adicional, que esta fusión genera un olor indescifrable que genera adicción y llena la plaza de otro placer en sí mismo, o del deseo buscando el placer.
Quizás uno de los sitios más entrañables del gótico que muestro y enseño a mis amigos de paso, si estoy por aquí cayendo la tarde.
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