Sentí esta tristeza-mar tras ver el documental sobre Chet Baker, Let´s get lost.
Mi madre dejó un pudín en la nevera y varias tapas de yogourt Danone con las que se podía conseguir el Libro mágico, para niños, de la familia Danone.
Quedó más silencio en el estudio donde escribo, similar al espacio que los japoneses llaman tokonoma, pero que se advierte también en el cante jondo o en ciertos boleros casi blues, grabados a guitarra y voz.
Mi madre me dejó una soledad por dentro que las canciones que antes me protegían ahora me desnudan. Se llevó su forma de reír asiática y esa mirada cómplice de saber todo lo que pienso.
No tomé leche condensada y un café, en un bar italiano, lo hice en otro. Sí pude ir con ella, muy cerca del amanecer, a la Barceloneta, y tomarnos un cortado con el Mediterráneo en primer plano que es la prolongación del mismo mar que toca aquella isla y también una canción. El mar que no solo era escenografía, sino un azul común a nuestra memoria de donde ella me trajo el engranaje de un entorno familiar que ya había perdido.
No fui capaz de cerrar el sofá cama donde durmió mientras estuvo de visita, hasta una semana más tarde; abierto, me daba la sensación de que podía entrar en cualquier momento y dar un paseo mañanero por Travessera de Gràcia, la calle que más le gustó. Allí lo encontraba todo quizás porque le recordaba el barrio de Centro Habana en su juventud de los años cincuenta, o quizá porque allí aprendió su primera palabra en catalán, Adeu (adiós).
foto: Cirenaica Moreira