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sábado, 27 de julio de 2019

Matosinhos, o volver a recuperar el Atlántico o la nostalgia del mar.


Cuando era niño pescando en el malecón un día cogimos cerca de 40 o más sardinas. Es un recuerdo vago pero mi alegría era total. Mi madre las hizo en un sartén y las comí encantado fritas con mantequilla.
Ayer en la despedida de Matosinhos, un pueblo de pescadores de Porto, fue con sardinas asadas que ellos presumen de ser las mejores del mundo. Yo solo conozco parte del mundo occidental pero son las mejores del mundo que conozco seguramente. Según las estadístics los postugueses comen 13 sardinas cada segundo y 34 millones en los meses de  junio hasta el fin del verano.
El símbolo de Matosinhos es esta red de 60 metros para cazar sardinas


Cuando te traen una docena de sardinas asadas y adviertes que solo de tocarles la piel le salta asada como sino le perteneciese, y la textura de la masa se desvanece antes de tocar la espina, con  ese olor de virgen  asada que vuelve locas a cientos de gaviotas colindantes que parecen ratas con alas esperando un descuido para alimentarse fácil, el sonido que emiten es una banda sonora  fuera de lugar.

La playa con ese Atlántico delante cabreado permanentemente, las gavionas en su enfado de hambre perpetua por las golosas sardinas y ese olor que es toda la cidad pegada al mar, hacen de este pueblo algo singular metido en la red de la memoria.

Nunca he tenido tantas ganas de ese MG descapotable que tuvo  Guillermo Cabrera Infante y pasear por aquí para que esa droga de sardina asada fuese el viaje iniciático de un aprendiz de brujo.
Íbamos tres, Joa, Pessoa y yo, pero me hubiese encantado estar aquí con un bus con mis amigos del mundo, de ese mundo que conozco.
























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