Llego a la ciudad, Barcelona, y siento un ruido ensordecedor que no entiendo cómo me he acostumbrado a él. Voy desde el barrio de Gràcia a Sant Feliú de Llobregat a recoger el coche que he dejado en el parking de una amiga, y la estación de metro de Plaza Cataluña me parece un infierno, siento las entradas de los trenes y los raíles como una tortura, peor que los vientos de tramontana en la Cala Morell o en la Torre de Fornells. No me he vuelto zen, ni eco, pero una semana sin esta atmósfera de decibelios te hace más sensible con lo que tienes, lo que pierdes y lo que no deseas tener.
El paseo de la estación de Sant Feliú hasta su casa, me devuelve cierta paz que creí no encontrar. Luego un CD de París Saint Germain, en mi coche, me devuelve un poco aquella isla donde debe estar cayendo la tarde sobre el Clot de sa Cera, a solo cien metros del apartamento en Cala Blanca donde viví siete días, que no sé si está en mi memoria, o si la tramontana puede habérselo llevado, y me lleva aturdido por la ciudad conduciendo por inercia, pensando en otra vida, en ese otro yo que a veces busco y no encuentro.
Amanecer. No sentía la sensación de isla desde que abandoné aquella donde nací, -aunque Manhattan, en New York lo sea, y estuve hace ocho meses-. La forma en que bate el viento en una isla, más que viento, es brisa, más que brisa es humedad. El mar busca la forma de ser un viajero accidental dentro del aire que finalmente llega hasta tu piel. He salido con mi hija al amanecer a dar un paseo por las rocas cerca de cala Blanca. Hemos sentido el sonido en directo que nos rodea, el viento ha hecho con su cabello lo que más le gusta. Ha descubierto flores nuevas, y le ha llamado la atención la tipología constructiva mediterránea, donde el arco y el soportal, junto a la abundancia del blanco, le aportan un contexto muy especial a esta zona.
Estuvimos hasta la madrugada sentados al borde de la piscina haciendo un resumen de vida entre amigos que no se ven desde hace unos años. Somos padrinos de esta pareja cubano italiana que ya tiene dos niñas y casi veinte años vividos en Milán, pero se casaron con nuestra venia en Regla, barrio del puerto de La Habana. Fuimos padrinos de una singular casación que nos ha consolidado como amigos en encuentros durante años, en Barcelona, Milán, Génova y fueron testigos de mi primer capuccino en Italia.
Mi primer impacto de esta isla al amanecer, fue la música. Las olas a menos de veinte metros chocando contra las rocas, y las cañas que hacen de barrera del viento. Luego, el sol te deja ver las casas de los alrededores y descubres que dan al mar, siendo muy singulares las chimeneas, todas diferentes formando un torreón leve que varía según el gusto al colocar las tejas de la caperuza.
Atardecer. Contemplar, la madrugada, el amanecer y el atardecer fue una religión personal, aumenta su hechizo, cuando no lo hago. Aumenta mis deseos de relajación cuando termina. Por alguna razón externa volvemos a ser expulsados del paraíso una y otra vez, solo me quedan imágenes como esta secuencia del sol entrando al mar.Personas acercándose para ver al atardecer desde Clot de sa Cera. |
Todas las fotos son del autor del blog.
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Diario de Menorca
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